jueves, 2 de septiembre de 2010

12 de agosto

-Y qué importa? Qué quieres hacer?-repitió impaciente-. No comprendo que haya alguien que pueda volarse la tapa de los sesos. Sólo pensarlo me da horror.

-Oh, hombres!-exclamé-; no sabrás hablar de nada sin decir: esto es una locura, esto es razonable, eso es bueno, eso otro es malo? Qué significan todos esos juicios? Para emitirlos, habrás profunduzado los resortes secretos de un acto? Sabes acaso distinguir con seguridad sus causas lógicas? Si tal cosa sucediera, no juzgarías con tanta ligereza.

-Estarás de acuerdo-dijo Alberto-, que ciertas cosas siempre serán crímenes, sin relevar el motivo.

-Concedido-respondí, encogiéndome de hombros-. Sin embargo, considera mi amigo que ni eso es verdad absoluta. Sin duda, el robo es un crimen; pero si un hombre está a punto de morir de hambre y con él su familia, y ese hombre, por salvarla y salvarse, se atreve a robar, merece compasión o castigo? Quién puede acusar a la sensible doncella que en un momento de gran éxtasis se deja llevar por las irresistibles delicias del amor? Hasta nuestras leyes, que son pedantes e insensibles, se dejan conmover y detienen la espada de la justicia.

-Eso es distinto-dijo Alberto-; el que sigue los impulsos de una pasión pierde la facultad de reflexionar y se le mira como a un borracho o a un loco.

-Oh, hombres juiciosos!-dije con una sonrisa-.Pasión! Embriaguez! Demencia! Todo esta es letra muerta para ustedes, impasibles moralistas! Condenan al ebrio y detestan al demente con la frialdad del sacerdote que sacrifica y dan gracias a Dios, como el fariseo, porque son ni locos ni borrachos. Más de una vez me he embriagado; más de una vez me han puesto mis pasiones al borde de la locura, y no lo siento; porque he aprendido que siempre se ha dado el nombre de beodo o de insensato a todos los hombres fuera de serie que han hecho algo grande, algo que lucía imposible. Hasta en la vida privada es insoportable ver de quien piensa lograr cualquier acción noble, generosa, inesperada, se dice a menudo: "Está borracho! Está loco! Vergüenza para ustedes, los sobrios; vergüenza para ustedes los sabios!

-Siempre extravagante-dijo Alberto-. Todo lo aumentas y esta vez llevas el humor al extremo de comparar con las grandes acciones el suicidio, que es de lo que se trata, y que sólo debe mirarse como una debilidad humana; porque con toda certeza es más fácil morir que soportar sin descanso una vida llena de amargura.
Estuve a punto de cortar la charla; no hay nada que me exaspere más que el razonar con quien sólo responde cosas sin importancia, cuando hablo con todo el corazón. No obstante, me contuve porque no era la primera vez que escuchaba tales vulgaridades que me sacan de quicio. Le respondí con alguna viveza:

-A eso llamas debilidad? Te rugo que no te dejes llevar por las apariencias. Te atreverías a llamar débil a un pueblo que gime bajo el insoportable yugo de un tirano, si al fin estalla y rompe sus cadenas? Un hombre que al ver con espanto arder su casa siente que se multiplican sus fuerzas y carga fácilmente con un peso que sin la excitación apenas podría levantar del piso; un hombre que iracundo por sentirse insultado, acomete a sus contrarios y los vence; a estos dos hombres, se les puede llamar débiles? Créeme, si los esfuerzos son la medida de la fuerza, por qué un esfuerzo magnífico debe ser algo más?
Alberto me miró y dijo:

-No te enojes, pero esos ejemplos no tienen verdadera explicación.

-Puede ser-le dije-; no es la primera vez que califican mi lógica de palabrería. Veamos si podemos representar de otra forma lo qeu debe sentir el hombre que se decide a deshacerse del peso, tan ligero para otros, de la vida. Pues sólo esmerándome por sentir lo que él siente podremos hablar del tema con honestidad. La naturaleza del hombre-continué-, tiene sus límites; puede tolerar hasta cierto grado de alegría, la pena, el dolor; si sigue más allá, sucumbe. No se trata entonces de saber si un hombre es débil o fuerte, si no de si puede soportar la extensión de su desgracia, sea moral o física; y me parece tan ridículo decir que un hombre que se suicida es cobarde, como absurdo sería dar el mismo nombre al que muere de una fiebre.

-Paradoja! extraña paradoja!-exclamó Alberto.

-No tanto como piensas-repliqué-. Acordarás en que llamamos enfermedad mortal a la que ataca a la naturaleza de tal modo que su fuerza, mermada en forma parcial, paralizada, se incapacita para reponerse y restaurar por una revolución favorable el curso normal de la vida. Pues bien, amigo mío, apliquemos esto al espíritu. Mira al hombre en su limitada esfera y verás cómo le aturden ciertas impresiones, cómo le esclavizan ciertas ideas, hasta que al arrebatarle una pasión todo su juicio y toda su fuerza de voluntad, le arrastra su perdición. En vano un hombre razonable y de sangre fría verá clara la situación del desdichado; en vano la exhortará: es semejante al hombre sano que está junto al lecho de un enfermo, sin poder darle la más pequeña parte de sus fuerzas.


No hay comentarios: