viernes, 23 de septiembre de 2011

En algún momento del día se van gastando las hojas del pensamiento, esas de la ausencia y las ansias que resumen el silencio.

En algún momento del día las fronteras se vuelven escarcha en la quimera del fuego y vuelan por las ásperas cornisas del alma, del todo, de una noche de suspiros ahogados en la muerte de la madrugada por el hálito que se mece entre los dedos de la suerte y la nada.

El amor por el amor para alimentar las canciones del alma jarocha cuando la ciudad se derrite con la lluvia y la vida se juega entre las gotas y la posibilidad de, con las dos palmas, destruir la voluntad del deseo.

Se ha perdido y reencontrado el ritmo del verso en la tenebrosa tormenta de un secreto de palabras, el sabor cálido de un néctar marino y la pérdida del miedo a desaparecer por no querer hablar en esos momentos en los que las señales susurran odas y tus manos recorren sonrisas.

¿Por dónde podría comenzar la marcha del retorno de un tiempo detenido que debería pasar a la remota grieta del pasado? Podría, quizás, empezar por el instante en que la luz cegó la frialdad del cuerpo o por cómo detenidamente fue descubierta una esmeralda mientras tambores de la inquietud resonaban en un ente casi en cenizas...

¡Ay, ojos verdes esmeralda...! no os voy a negar que el fuego ardía en la ruptura de mi noche pero aunque la neblina se haya confundido en un momento de helada desolación, ¿qué más que la hermosa tez que la Ignea primavera para percibir el comienzo y el final del refugio de la melancolía?

Volvemos al tiempo de observar sinfonías del cénit de las camelias, de las palabras que no perciben final, de la ternura de un reflejo en las miradas inquietantes por un ingente deseo y las sonrisas que ayer nos devoraban pero hoy... hoy son más que recuerdos.

Mimar el ronroneo de lo efímero del tiempo como a un instrumento encarnado... ¡ay! el placer disfrutar de la inarmonía del vals de la nostalgia como el fruto más humano de nuestro cuerpo convirtiéndose en lo que aprendemos a invocar en nuestras horas más oscuras con una copa de vino y el cor en un sagrario intenso.

El azar, el azar... el azar del tiempo, de nuestras huellas, de un incontrolable escalofrío que sume al latido que tan parecido resulta a la marea en su manera de sentir, recordar y olvidar pero no puede remediar el deshojar del tiempo, ese que observa y no obedece a nada más que a sí mismo y a su regla de no cesar, de dotar de mortalidad a estos que bailamos incesantemente con el sentir de las arrugas.

Que no cese el baile de lo pasajero y fugaz porque así como viene se va y nos deja sin asueto...

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