jueves, 27 de diciembre de 2012

El club de la Mala Estrella

Conforme descanso me pesan las ojeras. Ahora, el tímido taconeo de la lluvia anuncia que volvemos al norte y se siente más y más cerca conforme aumenta el ritmo de esas gotas coléricas que por alguna extraña razón, en lo más hondo de mí, extrañaba. 

Dejo el presente de este angosto asiento de autobús, tiranizado por los apuntes del examen de mañana, por una crónica filtrada en la asimilación de un fin de semana que ha intentado dejar rastros de fuego fatuo para poder volver a casa pero, ¿para qué sirven las migas de pan cuando ya te has perdido?

Como una prostituta memoria pongo en venta mis recuerdos y mis sueños al mejor postor intentando atesorar la recopilación de momentos con  la banda rumana que nos sorprendió en el parque y nos obligó a descansar de una ruta en bicicleta con el único destino del choque con la terapia, los puros en una plaza que probablemente cambiará de nombre o la absenta anisada con terrones de azúcar posteriores a una obra de teatro y comida india.

En la irreverente, disuelta, discordante, irrevocable búsqueda de ese choque me enfrenté cara a cara a tu esbozo, a ese que, conforme iba descubriéndose entre las sábanas de la realidad, trazaba delicadamente la idea que te personificaba en mi cabeza y deseé que fuera carne para acecharlo, y enredarlo entre mis dientes despedazándote de la manera más pausada para que digerirte y asimilarte costara menos.

No finalmente, porque no fue ese el destino final de ese día -que precisamente terminó con Malas Estrellas, absenta anisado y algo de Magia en el ambiente-, llegamos al sitio más apartado donde rompieran las olas e inevitablemente no pude evitar imaginarle perdiéndose de todas esas luces que atosigaban incluso en la distancia, huyendo del gentío, del equilibrio, de la intranquilidad regida por la masa de cadáveres víctimas y perpetradas por el tiempo.

Pero ahí estábamos, hablando de esas historias que ha no mucho seguro fueron para no dormir -lascivas, dolorosas, ahogadas pero finalmente añoradas con el cariño que sólo puede traer el tiempo- mientras, nos cogían por detrás las horas y, una vez más, el tiempo.

Tiempo, tiempo, tiempo... ese maldito zaguán que convierte en cenizas lo peor dejando para después los buenos momentos, perro, olvidable tras el efecto anubarrado de la memoria, que se nos echaba encima con un presente que finalmente nos convirtió en dos más de la fauna que nos rodeaba, con la diferencia que no sabíamos exactamente ni dónde íbamos ni si nos dejarían entrar.

Así que a golpe de GPS huimos al mejor estilo À bout de soufflé -con mueca imitando a Bogart a mitad del camino y todo- para llegar con la esperanza de un deus ex machina que nos pudiera colar sin haber reservado entradas. 

Entre luces, frío, risas, pies en alto, pedaleo, piernas dolorosas, cabellos en la boca, más frío, adrenalina, peatones casi atropellados, parar, revisar que no nos habíamos perdido, más risas al ver que nos habíamos pasado del camino, frío y piernas resentidas, que al día siguiente bien sentimos su venganza, algo me dijo dentro de todo ese correr que no es el fin del mundo, que nunca lo es, porque de una forma u otra dentro del "agilipollamiento" que es aceptar hecatombes de un analfabeto abatido, te miras al espejo y, sintiendo lástima de ti, vuelves a salir igualmente como un maniquí en una vitrina, expuesta a tus errores.
Ni tampoco es el final de ti porque antes de perderte me habré perdido dentro de cada una de las migajas que procuro dejar para no desaparecer.

Ahora la lluvia es más intensa, vuelvo al presente y una martilleante jaqueca hace que piense en dejar por un rato la asimilación para ver el documental del señor Fernando Vallejo pero, eso sí, me siguen pesando las ojeras y ya estoy cansada de escribir...

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